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E

l hombre, para entonces sudoroso y sucio, aminoró su carrera antes de llegar a un recodo del camino y miró hacia atrás con una expresión de miedo reflejada en su rostro. A ambos lados de la calle de tierra, ahora llena de barro por causa de la lluvia torrencial de la madrugada, solo se veían inmensos árboles negros que se agitaban al compás del viento borrascoso de los últimos días de diciembre, inquietos, amenazantes y bulliciosos testigos de su escape.

Uno de sus zapatos deportivos se había roto; sus brazos y su cara, que parecían centellear cada vez que un relámpago lejano partía las sombras de la noche a causa del sudor que por ellos escurría, lucían varios golpes y heridas superficiales, recibidos al chocar contra las ramas bajas de los árboles. Nada de eso fue motivo para que el fugitivo desistiera de huir. Por el contrario, cada trueno, cada relámpago, cada ráfaga de viento le impulsaban a correr con más energía, como si fueran gritos y latigazos de un mulero feroz que estallaban sobre su espalda. Una vez que oteó el camino que tenía por delante, inició de nuevo la carrera.

Había avanzado unos trescientos metros cuando, al intentar impulsarse para pasar sobre un charco del camino, resbaló y fue a caer directamente sobre el agua. Su ropa y su piel adquirieron un color como de hierro oxidado al contacto con el agua sucia. De inmediato, se levantó y continuó la fuga.

                                                  ****

Todo había salido mal desde el principio. Junto a dos cómplices había llegado a eso de la una de la madrugada a las cercanías de la refinería, armados con un Amadeo Rossi calibre .38 y una Lorcin 3.80,  armas que habían robado en anteriores asaltos callejeros. La intención de la banda era acabar con la vida de un vigilante que, días atrás, les había malogrado un asalto en el barrio La Colina, y, de paso, robarle el arma para venderla o utilizarla luego en sus actividades delictivas.

Una semana antes, él y un amigo iban dispuestos a asaltar a un agente vendedor que hacía unos instantes se había estacionado frente a una pequeña pulpería, en la calle angosta que atravesaba el barrio La Colina, en Limón, desde la carretera principal hacia Envaco, de norte a sur. Cuando el agente salió de la pulpería, los asaltantes se acercaron y, antes de que la víctima pudiera reaccionar, le apuntaron con el Rossi y le pidieron que entregara el dinero que portaba. Justo en momento del asalto pasaba por el sitio un desconocido que, al ver lo que sucedía, sacó una pistola y disparó a los asaltantes, quienes no tuvieron más remedio que salir corriendo y abandonar sus intenciones de robar al agente.

Desde ese mismo día se dieron a la tarea de averiguar quién era el tipo de la pistola, de quien supieron que era oficial de seguridad y trabajaba en la refinería de RECOPE. Gracias a los contactos que manejaban en la zona, no les fue difícil averiguar el nombre, la rutina y hasta los horarios de trabajo del vigilante. Luego, junto a su hermano menor y otros dos amigos, prepararon la revancha.

                                                   ****

Había llovido con intensidad durante varias horas, aunque a la hora en que los asaltantes se acercaban a la entrada de la refinería la lluvia había cesado. Los hermanos Steven y Ricardo Flemmings, junto a sus cómplices Reynaldo Ferguson y Carlos Martínez llegaron al punto convenido, una intersección que marcaba la entrada a Recope. Tomando el desvío, unos doscientos metros más al oeste, el camino hacía una curva y, otros trescientos metros más al norte, se ubicaba la caseta del puesto de seguridad. Los tres primeros bajaron del Hyundai Excel que habían robado un día antes y se internaron en un pequeño bosque en dirección noroeste para acortar camino en diagonal sin llamar la atención. El último, quien además era el chofer, se quedó en el lugar a la espera de lo que pudiera suceder.

El asunto se complicó porque, a pesar de que llegaron por sorpresa y se acercaron tomando precauciones desde la oscuridad, un perro callejero, que acostumbraba con frecuencia hacerle compañía al vigilante, los olfateó y empezó a ladrar compulsivamente. El vigía descubrió los movimientos de sus atacantes y, de inmediato, avisó por el radio de comunicación a sus compañeros.

Steven, el que mejor tiraba de los tres atacantes, disparó desde unos quince metros y mató al perro; casi de inmediato disparó hacia la caseta e hirió al guarda en el brazo izquierdo a través del delgado vidrio que le servía de protección. Este, que ya había desenfundado su pistola CZ 9 milímetros y encendido las luces de alta intensidad, se parapetó detrás de la caseta y respondió el fuego. Ricardo, el hermano menor de Steven, cayó herido en una pierna gritando de dolor. Reynaldo, el tercer asaltante, se llenó de pánico y emprendió la huida, corriendo en dirección al bosque oscuro del que habían salido. El guarda volvió a disparar y Reynaldo cayó, también herido. Steven no supo qué tan grave era la herida. Lo único que vio fue el desplome de su compañero, luego de que lanzara al aire un grito de dolor.

Nunca en sus años de asaltantes se había enfrentado a una situación como esa. Por lo general, el factor sorpresa dejaba a víctima completamente a su disposición, indefensas. Esta vez fueron ellos los sorprendidos y el factor sorpresa fue el perro. Steven se dejó cegar por la ira, al ver a su hermano y su amigo heridos. Aun sabiendo que nada podría hacer por ellos y que lo más sensato era huir solo, el único sentimiento dentro de sí era acabar con la vida del vigilante. Así que a la primera oportunidad volvió a disparar, aprovechando un instante en que el hombre se asomaba desde detrás de la caseta. Esta vez, su disparo impactó en el hombro derecho al guarda y este se desplomó, sin  poder disparar nuevamente contra sus atacantes. Steven corrió hacia su víctima, de la cual lo separaba solo un pequeño muro de un metro y un seto bajo de moños rojos y amarillos. En el momento en que su víctima reaccionaba, haciendo un gran esfuerzo para levantar  su arma con su brazo herido, el asaltante volvió a disparar, impactándolo de lleno en la frente. La bala de fragmentación le atravesó la cabeza, destrozándole la parte trasera del cráneo al salir.

Cogió la pistola del guarda, que aún humeaba y olía a pólvora, y la guardó entre sus ropas. Luego le disparó una vez más en la cabeza con la última bala del Rossi, acabándole de destrozar lo poco que le quedaba de cabeza. De inmediato emprendió la huida. Al hacerlo, escuchó una o más motos acercándose a la caseta a toda velocidad desde el área interna de la refinería. Corrió más aprisa aún.

Calculaba que, a carrera abierta, llegaría en unos tres minutos al lugar donde habían dejado al cuarto cómplice esperándolos en la intersección, de la cual lo separaban  unos cuatrocientos metros. Sabía que al llegar al vehículo estaría a salvo y sería difícil que le dieran alcance, pero debía primero atravesar el pequeño soto que los separaba.

Cuando, unos minutos después, logró salir precipitadamente a la calle, se encontró con otro contratiempo: había una patrulla de policía junto al Hyundai y un grupo de cuatro policías arrestaba en ese momento a su compañero Carlos, el cual estaba fuera del carro con las manos detrás de la cabeza y de rodillas. Lo separaban unos cuarenta metros de aquella escena.

Steven sabía que debía tomar una decisión rápida; ya no podía volver atrás porque, con toda seguridad, los guardas motorizados vendrían detrás de él. La única opción era cruzar la calle y huir a través de los árboles aprovechando la oscuridad.

Lo intentó.

El ruido de sus zancadas sobre el asfalto llamó la atención de los policías, que de inmediato le dieron la voz de alto. Él, que había sacado la  CZ, disparó tres veces sin mirar a dónde lo hacía. Una ráfaga de ametralladora restalló en el aire frío de la madrugada y las balas volaron sobre su cabeza. Él, en lugar de detenerse, corrió más aprisa, internándose en el bosque. Nunca se enteró de que uno de sus disparos había impactado por la espalda a su propio compañero.

                                                      ****

Los policías no pudieron hacer nada por el pobre hombre que recibió en la espalda una de las balas que disparó su propio compañero.

Ovidio Castro, Jorge Meléndez y Fernando Mora, en un principio, estuvieron tentados a seguir al fugitivo a través del bosque. Fue Gaviota quien convenció a los demás de que tal acción, además de peligrosa por lo violento del tipo, podría no dar ningún resultado. Era lógico suponer que el fugitivo intentaría llegar a la 32 y buscar la manera de escapar hacia Limón por esa ruta. Los teléfonos encontrados en el Hyundai atestiguaban que los miembros de la banda eran de Limón; por lo tanto, era de suponer que el hombre huiría en esa dirección para buscar luego donde ocultarse. Además, en el bosque le sería muy fácil esconderse y no sabían qué tan armado estaba el fugado. Perseguirlo no era una opción sensata.

Uno de los policías, Meléndez, se quedó custodiando el cuerpo del asaltante muerto, en espera de la llegada de los investigadores judiciales. Los otros tres montaron en la patrulla y se enrumbaron hacia la salida esperando encontrarse al fugitivo. Al salir a la carretera, sacaron la gran lámpara de halógeno que utilizaban para tales casos y la recorrieron  a baja velocidad, alumbrando hacia potenciales escondites.

                                                    ****

Luego de casi media hora de carrera precipitada, salió a una angosta calle de tierra, desconocida para él, y continuó por ella en dirección suroeste. Tenía que ganar la carretera principal antes de que amaneciera para, amparado aún por la oscuridad, buscar un teléfono público y llamar a alguno de sus amigos para que lo fuera a recoger. Todos habían dejado sus celulares en el pequeño carro para evitar ser descubiertos en la oscuridad, en caso de que sonaran. Ahora, en medio de la huida, lamentaba haberlo hecho, no solo por lo útil que podría ser el aparato, sino porque por medio de ellos a la policía se le facilitaría la labor de identificarlo y localizarlo después.

―Idiotas, con apagarlos era suficiente―, se dijo con frustración.  Era un asunto en el que ya no debía pensar más. Por ahora…

                                                  ****

Después de aquella primera caída, Steven se levantó rápidamente, intentó limpiarse un poco el barro y continuó corriendo. La camisa, llena de sudor y agua, se pegaba a su cuerpo. Sus pantalones de mezclilla se hacían cada vez más pesados, pero su desesperación le daba fuerzas para seguir corriendo. La lluvia había vuelto a aparecer y se mezclaba con el sudor en su cara, haciéndole más oscura la noche y dificultando su capacidad de visión.

Sabía que tenía la opción de quedarse en el bosque y esconderse. Sería difícil para la policía encontrarlo en una zona tan complicada y llena de posibles escondites; pero también sabía que faltaba mucho tiempo para el amanecer y, por tanto, tenía muy buenas posibilidades de salir bien librado si llegaba a la carretera y conseguía que uno de sus primos llegara a auxiliarlo.

Corrió a toda prisa durante media hora más, con la seguridad de que la policía estaba tras sus pasos. Su corazón acelerado le daba fuertes golpes a sus costillas desde adentro. Afortunadamente, acostumbraba correr todas las tardes para estar en forma, precisamente, previendo situaciones como esa.

 Luego de una curva, Steven vio que, a unos trescientos metros, la callejuela de tierra desembocaba en la ruta 32, pero con una nueva adversidad: la calle parecía pertenecer a una propiedad privada, a cuya entrada había una caseta y un vigilante. A esa distancia no veía al guarda; solamente la luz amarillenta de una bombilla hacía suponer que había alguien vigilando desde el interior de la garita.

Abandonó el camino y se internó en el sotobosque en dirección oeste para evitar ser visto, ocultándose bajo las sombras de los árboles que abundaban más sobre este lado que del lado este. Su intención era dar un largo rodeo y ganar la carretera unos quinientos metros al oeste de la salida, avanzar hacia algún lugar donde hubiera un teléfono y llamar a su primo Charlie para que lo fuera a recoger desde Cieneguita. Tomando en cuenta la dirección que había seguido desde que accedió a la callejuela, calculó que podría estar unos cinco kilómetros al oeste de la entrada de la refinería.

Debía actuar rápidamente puesto que, creía, iban a ser las tres de la mañana y no quería que le amaneciera en ese lugar y en esas circunstancias.

Un cuarto de hora después llegó a la carretera, aunque antes de hacerlo tuvo que saltar una cerca de alambre de púas. Miró hacia ambos lados; en dirección a Limón no creyó prudente caminar, puesto que debería pasar frente a la caseta que había evitado al salir y el guarda lo vería. Miró hacia el oeste. A lo lejos, quizás a un kilómetro o más, brillaba el rótulo de un bar de carretera. Era el Bar Morgan. Sabía que cerca de ese lugar había un predio de contenedores y un par de talleres mecánicos y supuso que habría un teléfono público cerca. Para su fortuna, entre el punto en el que se encontraba y el bar no había ni una sola casa ni edificación. Se limpió el barro de los zapatos en el pasto húmedo para no dejar huellas visibles en la carretera y se encaminó a toda prisa, corriendo cuando no se acercaban vehículos por la pista y escondiéndose  entre el zacate, que crecía alto a la orilla de la carretera, cuando veía luces acercándose a la distancia. De todos modos a esa hora no eran muchos los vehículos que circulaban, así que no le tomó mucho tiempo recorrer la distancia que lo separaba del bar.

Faltarían unos cien metros para llegar cuando vio que detrás de él, desde unos ochocientos metros, se aproximaba un carro que parecía ser una patrulla, alumbrando con una lámpara de halógeno de largo alcance hacia la orilla de la carretera.

―Fuck― murmuró, y rápidamente se internó en el monte y se acostó detrás de un tronco viejo para evitar ser visto.

La patrulla pasó muy despacio sin detenerse. Todo el barro y la suciedad que cubría su ropa y su piel, además de la oscuridad que le proporcionaba el grueso tronco, le servían de camuflaje para evitar ser visto. Podía considerarse a salvo, de momento.

Cuando las luces de la patrulla apenas se distinguían y constató que ningún otro vehículo se acercaba, volvió a salir a la carretera y corrió a toda velocidad hacia el bar, a donde llegó en unos segundos. Sabía que a esa hora el lugar estaba cerrado y eso jugaba a su favor. Él solo deseaba encontrar un teléfono público para procurar su salvación.

 No había teléfono en las afueras del bar, pero desde ahí pudo ver que cincuenta metros más adelante, a la entrada de una carretera secundaria en cuya esquina se encontraba una parada de buses, brillaba la luz azul de un teléfono público.

A toda prisa llegó al punto, levantó el auricular y marcó el 110, el número de llamadas por cobrar. La espera se hizo larga, casi eterna. Respiró aliviado cuando, del otro lado, alguien respondió con voz adormecida.

Whappen—.

Sin preámbulos, le habló con voz angustiada a Charlie:

 —Mae, venga por mí, rápido. Estoy al frente del bar Morgan, como cinco kilómetros al oeste de la entrada de Recope. Soque, güevón, que tengo a la ley encima—.

—Ok, carepicha—, fue lo único que escuchó del otro lado.

                                                   ****

Los patrulleros siguieron buscando varios kilómetros hacia el oeste, aun sabiendo que era poco probable que el fugitivo hubiera llegado tan lejos. Esteban Gaviota, un policía novato pero mucho más inteligente que los otros dos, insistió en que debían devolverse y volver a buscar en las cercanías de la entrada de RECOPE. Había visto una callejuela de tierra que llevaba a un pequeño bosque muy a propósito para facilitarle a cualquier fugitivo el esconderse de sus perseguidores. Si el escapado fuera él, no hubiera dudado en usar ese callejón para salir a la carretera principal. Su intención era llegar hasta esa entrada y preguntarle al vigilante si había visto salir a alguien.

Luego de varios kilómetros de búsqueda, los demás decidieron escuchar a Gaviota y se devolvieron. Eran pasadas las tres de la madrugada y su turno había acabado a las dos. La emergencia, que les había sorprendido mientras regresaban al centro de Limón después de hacer un recorrido por la carretera, había retrasado su hora de salida. Previendo incidentes como ese, que no era la primera vez que se presentaban en RECOPE, la administración de la refinería había solicitado a la Fuerza Pública mayor presencia en la zona para prestarle apoyo a su departamento de seguridad en caso de necesitarlo. Esa madrugada, Meléndez había sugerido hacer una ronda en las cercanías de Moín para detectar a posibles saqueadores de nidos de tortuga. Cuando la seguridad de RECOPE dio la alerta y el servicio de emergencias lo comunicó a la policía, ellos estaban a solo dos kilómetros del lugar de los hechos. Esto, aunado a la acción temeraria del oficial atacado, fue fatal para el grupo de asaltantes.

Ovidio, el policía que operaba la enorme lámpara de halógenos, alumbraba hacia la orilla de la carretera, a la expectativa de ver al fugitivo entre los árboles que abundaban a lo largo de la vía. Gaviota pensaba que, quizás, estaban buscando muy adentro hacia los bosques y el asaltante podría estar más cerca de lo que parecía. Al acercarse a la intersección donde habían visto el teléfono público, vislumbró a alguien que corría intentando ocultarse entre las sombras.

—Ovidio, ahí güevón.

El aludido dejó de alumbrar hacia los árboles y enfocó la hacia donde le señalaba Gaviota.  Hicieron al chofer detenerse y le dieron la voz de alto al prófugo.

*****

Justo al momento de colgar el auricular, Steven descubrió a sus espaldas las luces de algo que se aproximaba. Al voltear, se percató de que era la patrulla que, al parecer, había desistido de buscarle más lejos y regresaba. Estaba bastante cerca, sabía que no le daría tiempo de ocultarse. Rápidamente, corrió y saltó por encima de la cerca y se dirigió hacia los árboles más cercanos, sin embargo no tuvo tiempo de esconderse. Luego de enviarle un mensaje envuelto en una ráfaga de ametralladora, un policía le dio la voz de alto desde la parte de atrás del pick up patrulla.

Él, que todavía estaba en campo abierto en un sitio donde la escasa hierba era bastante baja, no tuvo más remedio que detenerse y subir las manos. Tres policías cruzaron la cerca y se acercaron corriendo y, cuando estaban lo suficientemente cerca, le ordenaron tirarse al suelo. Él lo hizo pero, mientras se acostaba sobre el zacate húmedo y frío, consiguió sacar la pistola que le había quitado al guarda y, viendo que dos de los policías enfundaban sus armas para esposarlo, se volteó de forma repentina y disparó varias veces desde el suelo. Escuchó a uno de los policías, Ovidio Castro, gritar, alcanzado por una o más balas. El segundo policía, Fernando Mora, retrocedió y el tercero, que aún tenía el arma en las manos, le disparó de inmediato con su ametralladora. Steven sintió primero un frío intenso en su pierna derecha. Luego, el frío se transformó lentamente en una sensación cálida que salía de la herida y descendía por su pierna. Lanzó la pistola y alzó una mano indicando que se rendía. Esteban Gaviota, el policía que había disparado, se acercó y vio que una bala había atravesado la pierna derecha del asaltante, el cual derramaba sangre en abundancia por la herida. Gaviota se alejó y le apuntó de nuevo. Disparó una nueva ráfaga. Cuando se acercó otra vez, Steven era historia antigua. Buscó la pistola que el asaltante había arrojado segundos antes, la cogió por el cañón con un pañuelo y se la puso en su mano de nuevo, de tal forma que pareciera que había muerto mientras disparaba.

                                                   ****

Cuando Charlie llegó a buscarlo, treinta minutos después, no tuvo más opción que pasar de largo en su vehículo; el lugar estaba lleno de policías y agentes judiciales que recogían al muerto.

Más de una hora después, en las noticias de la mañana, Charlie escuchó el parte oficial: “Un oficial de seguridad de RECOPE ha sido asesinado por una banda de asaltantes en circunstancias que la policía aún investiga. En el sitio fueron capturados dos hombres heridos de bala y un tercero que los esperaba en un Hyundai Excel, al parecer robado, fue asesinado por uno de sus compañeros mientras era arrestado por la policía en una intersección cercana. Este cuarto asaltante, al que se le encontró la pistola del oficial, fue abatido a tiros luego de que, al verse acorralado por la policía, disparara en repetidas ocasiones, hiriendo a un oficial de apellido…”. 

En la comandancia de policía, Esteban Gaviota rendía declaración y salía bien librado del interrogatorio al que era sometido por parte de los agentes judiciales, aduciendo que disparó en legítima defensa porque el fugitivo había disparado antes desde el suelo, hiriendo a su compañero. Ovidio y Fernando corroboraron su versión; lo habían hablado desde mucho antes de que llegaran los judiciales a llevarse al muerto.
 



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